sábado, 2 de enero de 2016

Relatos de veranos (basado en un hecho real)




Hacía mucho, mucho tiempo que no oía mi nombre con tanta energía y desesperación. Quizás como solo lo pronunciaron los profesores de mi infancia, cuando hacía algo mal, o alguna de mis ex-novias, cuando hacía algo bien.
Yo estaba montando el aro y el maestro Caniggia llevaba un rato volando sobre la playa. De repente, escuché un golpe fuerte y seco. Miré hacia arriba y vi como la pala de Frank salía disparada hacia atrás y éste iniciaba un giro radical hacia la derecha, mar adentro, perdiendo en un segundo 5 de los 20 metros que tenía.
Entonces vino el aterrador grito: "¡¡¡Enriiiiiiiiiique!!!"
Debí de mantener la sangre fría porque antes de correr me quité la riñonera y la tiré debajo de mi coche. Perder un amigo es una tragedia, pero perder los dos móviles, las tarjetas de crédito y toda la documentación es un coñazo. Si podemos evitar una tragedia y un coñazo a la vez, pues mejor que mejor (estoy casi seguro que un filósofo griego afirmó algo parecido, pero no recuerdo cuál).
Mientras corría para zambullirme pensaba: joder por qué siempre me toca a mí hacer de salvavidas, es la segunda vez este año, ya no estoy para estos trotes. Después me vino a la cabeza la mirada de pez boqueante de mi anterior rescatado, pero esta vez Frank  iba a caer bastante más adentro. Se va a hundir, a poner histérico y como se me agarre, nos ahogamos los dos (y yo, con mis dos paquetes al día, seguro que antes que él). O corro muy despacio o pienso muy deprisa porque me dio tiempo a pensar todo esto y más en solo unas decenas de metros.
Pero se produjo el milagro, bendita relación de planeo, y cuando ya estaba cerca de la primera y salada ola Caniggia aterrizó a un par de metros de la orilla. Instintivamente, estuve a punto de pegarle el puñetazo que mentalmente había ensayado por si se ponía histérico bajo el agua.
La poca gente que quedaba en la playa nos miraba con miedo y desprecio. La pala aterrizó cerca de donde Frank, pero todavía mucho más cerca de la toalla de un bañista. Sobre la toalla estaban los pies del bañista. Mientras recogía la pala y miraba esos pies, levanté la vista muy lentamente. Llegué al bañador, seguí subiendo con aprensión, llegué a los hombros, ya falta poco, pensé, y al final, sobre los hombros estaba su cabeza intacta, incluso esa cabeza sonreía. Gracias a Dios.
Decidí no volar, ya habíamos dado bastante espectáculo, y nos tomamos unas cervezas mientras meditábamos sobre lo difícil que es llegar a los 46 (los dos somos del 65) con estos sustos.
Al rato de llegar a casa me puse a buscar la riñonera.